Similares hacia afuera y ¿enfrentados? hacia adentro
El mes pasado entrevisté a la sub secretaria del Ministerio de Relaciones Exteriores, la embajadora Valeria Csukasi, una de las personas destacadas de la actual administración. La entrevista se dio en el marco del ciclo del Podcast “Nominal” que realizo para la Universidad Católica. En el curso de la entrevista le pregunté si la política exterior de Uruguay, es una política de país. Me respondió “cómo se la ve desde el exterior”: “a Uruguay se lo ve como un país estable que defiende ciertos principios y ciertas posiciones independientemente de sus cambios de gobierno”, señaló. Y agregó que “por lo tanto lo que proyectamos, más allá de lo que discutimos dentro de casa, es una política de estado, una política de país”.
Es muy claro, y lo dice alguien que desde hace unos meses ocupa una posición política en el gobierno pero que desarrolló su carrera profesional con gobiernos de diferentes partidos. Y que lo hizo en posiciones de negociación en ámbitos multilaterales, donde aquellas características quedan en evidencia.
Habiendo escuchado su punto de vista, me di cuenta del parecido con lo referido a la política económica, donde también, más allá del debate de entrecasa, proyectamos una continuidad institucional que es valorada por organismos internacionales, calificadoras de riesgo e inversores.
En nuestro país cambian los gobiernos, pero se mantiene la política económica hasta el extremo en que las expectativas económicas no se enteran de las fechas de las elecciones o de los cambios de gobierno. ¿Cuánto cambiaron las políticas salarial, fiscal y monetaria cambiaria en 2020 o en 2025? Poco o nada. La política de promoción de las inversiones, lo mismo. Y quizá el caso más claro es el de la gestión de la deuda pública donde se ha mantenido a los sucesivos directores de la unidad respectiva del MEF a pesar de los cambios de gobierno.
Como broche de lo anterior, viene al caso recordar que, en su último informe sobre Uruguay, de septiembre, la agencia Fitch Ratings expresó que “las plataformas de los candidatos no indicaron diferencias notorias en políticas”.
Sin embargo, acá asistimos a rifirrafes permanentes entre ambas coaliciones, como si hubiera diferencias significativas entre sus propuestas, sus políticas, sus posiciones en general. Es posible que esas diferencias parezcan exacerbadas por destacarse muchas veces las voces más extremas en cada una de ellas, cuando en realidad las mayores diferencias están dadas entre esas posiciones extremas y los respectivos mainstreams.
Es decir que en el ámbito doméstico unos y otros parecen estar enfrentados, pero en definitiva no son muy diferentes entre sí. Son más parecidos que distintos.
Lo que también ocurre, en el contexto referido, es que, a veces, ambas coaliciones cambian sus posiciones al alternarse en el gobierno. Lo que en el gobierno se impulsaba, en la oposición se critica o lo que en la oposición se proponía, en el gobierno se deja de lado. Y viceversa.
Hace un par de semanas pasó el summum en este sentido, a propósito del caso de los despachantes de aduana, cuando el gobierno de izquierda propuso una medida desregulatoria más propia de uno de derecha (Sturzenegger la apoyaría). Sin embargo, la actual oposición se opuso y la norma quedó descartada. ¿La quijotización de Sancho y la sanchificación del Quijote?
Todo lleva a presumir que los enfrentamientos son para la tribuna y que no son tales en la realidad. Por cierto, que esto tiene un lado bueno y uno malo.
El lado bueno es indudable: en el país no hay las grietas que pululan por el mundo, no hay cambios abruptos, nadie hace temblar las raíces de los árboles y tampoco hay quien proponga saltos al vacío extremistas, al estilo de los dos populismos de signos opuestos vigentes allende el Plata. La mejor carta de presentación del país es la foto de los presidentes juntos.
Pero ese jugar todos en el círculo central de la cancha y no en las áreas rivales también tiene su lado negativo: no hay espacio para alternativas que, sin ser extremas ni mucho menos, aporten algo de frescura al debate de políticas públicas y den lugar a propuestas que nos sacudan la modorra.
En ese contexto el tiempo pasa y no se hace la reforma educativa que conduzca a una mejora en el capital humano que resulte decisiva para el crecimiento económico. No sólo importa la inversión en activos fijos cuando la función de producción del país incluye también al capital humano. Los sucesivos gobiernos mantienen, adaptan y mejoran la promoción de la primera, pero no concretan la reforma que implicaría promover la segunda.
Lo mismo con las múltiples regulaciones como la de los despachantes de aduana, que dan lugar a vacas atadas. Ahí un solo ejemplo de cuánto cuesta ponerle el cascabel al gato. Como en el período anterior ocurrió con la distribución y comercialización de combustibles.
Y ni qué hablar de la vaca más grande y más atada de todas: el sector estatal de la economía. Y los beneficiarios de ella son los políticos, que nunca bajan el gasto público ni lo evalúan, y los funcionarios que, inexplicablemente, siguen superando los 300 mil. Dicen que la inteligencia artificial está haciendo desaparecer empleos. En nuestro sector público parece que no se han enterado aún del cambio tecnológico y la innovación más potentes de la historia.
También es denominador común a unos y otros administradores (que eso son, en definitiva) la evaluación de las políticas, de los gastos, de las agencias públicas que a veces se repiten haciendo cosas parecidas. ¿Es mucho pedir, por ejemplo, los resultados por áreas en las principales empresas estatales? Digamos, refinería, cemento y ALUR en ANCAP, generación (por fuentes), trasmisión y distribución en UTE y telefonía fija y móvil en ANTEL.
Ese ser más parecidos que distintos conduce, inexorablemente, a lo que yo he llamado “el país del lucro cesante”, o a lo que Pancho Faig en su libro reciente ha llamado “el país del agua tibia”, o a lo que Ignacio Posadas ha denominado “el pacto de la penillanura”.


