La inversión necesaria para el crecimiento económico buscado
En nuestro país la relación entre la inversión y el PIB es baja y también lo es la tasa de crecimiento de la economía. ¿Correlación o causalidad? Causalidad, pero ¿cuánta?
La inversión ha representado 15-16% del PIB si se excluyen los “grandes proyectos”, básicamente las plantas de celulosa y las obras vinculadas a ellas. Mientras tanto, en las últimas décadas hemos crecido en promedio en torno al 2,5% anual. Efectivamente, ambos números son bajos.
Hoy día, venimos de crecer a poco más de 1% durante 10 años y el tema está más sobre la mesa que otras veces. Hay un nuevo gobierno que necesita que la economía se acelere, de modo de mejorar sus resultados sociales y fiscales, y se escucha reiteradamente hablar de la inversión y la necesidad de acrecentarla. Y aparecen los “números mágicos” (que 15% es poco, que por lo menos se necesita un 20%) y las comparaciones con los números de otros países.
No pretendo discutir la relación estrecha que existe entre la inversión y el crecimiento, pero quiero aportar algunas reflexiones que pretenden mostrar que con eso no alcanza.
Primero, no necesariamente son comparables las tasas de inversión de países diferentes. Pretender hacerlas comparables implicaría asumir que la eficiencia de la inversión es similar en todos lados. Y que la ética en los procesos de gestión de la obra pública, también lo es. Se trata de supuestos un tanto fuertes.
Segundo, cuando hablamos de la inversión (y de su relación con el PIB) no hablamos de toda la inversión sino solamente de la inversión en activos fijos, tales como construcciones y maquinaria. No se considera, por lo tanto, a la inversión en capital humano, es decir, la educación de la fuerza de trabajo.
Y esto es muy relevante porque cada país tiene una función de producción original y propia, con relaciones diversas entre capital y trabajo. Ciertamente, la necesidad de inversión en activos fijos ha de ser muy diferente en un país industrial que en uno dedicado a producir y vender software, entre otros servicios.
En ese contexto, deberíamos empezar por preocuparnos no sólo por la inversión en activos fijos sino también por la inversión en las cabezas de los uruguayos. El gasto (público y privado) en educación puede dar una aproximación a esto último, si bien también valen en este caso las prevenciones en cuanto a la eficiencia en la gestión de ese gasto.
Tercero, la estabilidad macro económica, la institucionalidad, la posibilidad de remitir utilidades a las matrices en el exterior, el clima de negocios, son condición necesaria pero no suficiente. Somos vecinos de un país que tiene el riesgo país en casi 700 puntos básicos precisamente por su historia en esta materia.
Cuarto, los regímenes de promoción de inversiones. Hace unos meses, en una de las presentaciones habituales de CERES, Ignacio Munyo mostró que, tanto en el caso de la cadena forestal como en el caso del software, hubo desde el inicio y luego, en cada gobierno, políticas públicas específicas que resultaron decisivas. Dos claros ejemplos de “políticas de país” muy exitosas.
El actual gobierno habrá de hincar el diente a este tema, en parte por el surgimiento del Impuesto Mínimo Global, pero más allá de él, por razones autóctonas. La promoción de inversiones es imprescindible, pero posiblemente contiene carencias y excesos, además de injusticias y debe ser ajustada.
Quinto, agregar valor (sinónimo de producir) es muy caro en nuestro país. Quien trae moneda extranjera para invertir en activos fijos obtiene pocos pesos a cambio. Inconsistencias entre las políticas económicas han apreciado nuestra moneda. El tipo de cambio resulta muy conveniente para consumir productos importados y para viajar al exterior. Pero no tanto para que los extranjeros inviertan en nuestro país. Por esto, es casi imperativo que se les otorgue exenciones tributarias, de modo de dar a sus inversiones una rentabilidad satisfactoria.
Sexto, hay desde tiempo inmemorial una extensa lista de reformas pendientes, de reformas pro crecimiento, que permitirían aligerar el “costo país”. Por citar sólo algunas, las siguientes.
Un mercado de trabajo que mantiene reglas de juego propias de otras épocas, con otras formas de producir; en particular se debería modernizar la negociación salarial.
Un sector público que suele ser rápido para crear nuevas agencias, pero lento o inmóvil para cerrar otras que ya no se justifican. Y que suele acumular agencias dedicadas más o menos a las mismas cosas. Así, resulta imposible bajar de los 300 mil al número de “relaciones funcionales” en el sector público, más allá del discurso de los gobiernos de turno.
Regulaciones que son pesadas mochilas sobre la economía y la sociedad, del tipo de las que el ministro Sturzenegger está desmalezando en Argentina o de las que CERES está en proceso de identificación. Y que pueden responder a ignorancia, ideologías propias de otras épocas, idiosincrasia o intereses creados (“vacas atadas”).
Volviendo al presente, no hay en el horizonte nuevos “grandes proyectos” y hay, además, un contexto global dominado por la incertidumbre. Cambios en el comercio global pueden dar lugar a cambios en los destinos de las inversiones. Tenemos nuestras propias virtudes, que son necesarias pero insuficientes y también tenemos nuestras restricciones, más propias de nuestro ADN que de cuestiones reales y concretas, y, por lo tanto, más difíciles de remover.
Está bien que se busque una mayor tasa de inversión en activos fijos, pero que se entienda que con eso no va a alcanzar. Necesitamos personas que puedan trabajar en esos proyectos, con una educación que lo haga posible; un Estado más flexible, que pueda ser ajustado hacia arriba pero también hacia abajo; menos y mejores regulaciones; un mercado de trabajo que opere con reglas modernas…
En fin, lo de siempre, gobierno tras gobierno más allá de sus respectivas ideas, porque son más parecidos que distintos entre sí. Res non verba.